Ricardo Arjona

Ricardo Arjona y un par de sus canciones me despiertan memorias obsoletas, viejitas, de mi niñez, de fin de año, de las Luces Campero y algún concierto muy sonado en la prensa. Ricardo Arjona me aviva cierto sentimiento de nostalgia agónica y profunda, como una cicatriz que nunca sana. Colores fríos y el mismísimo frío de temporadas de vacaciones, de viajes, del campo y al mismo tiempo, grandes paredes de algunos edificios de la ciudad. El Estadio del Ejército, el Campo de Marte. El nombre de aquella memoria de mi tía Sara y el disco que tenía esa mentada canción de “Tu Reputación” que no entendí sino hasta hace un par de años. El nombre de aquella curva donde nos quedamos una vez viniendo de no sé dónde, en la carretera, y la voz de Ricardo Arjona en el discman cantando “Dime Que No”. El nombre de la recta infinita que se postraba frente al carro que se movía hacia algún lugar del Atlántico guatemalteco al compás de “Historia de Taxi”. Ricardo Arjona: un nombre que no le pertenece a ese señor cuarentón, cantautor exiliado, poeta en trámites de jubilación, más ciudadano de otro país que de Guatemala. No le pertenece al individuo ese que ahora resulta que estudió con todos, que jugó con todos, que les cantó a todos y por el cual ahora todos pagan más de mil quetzales para ir a ver; ese nombre que más allá de todo eso y muchas cosas más, es el nombre bajo el cual se resume gran parte de mi niñez y ese recuerdo frío de algún diciembre de algún año y la eterna soledad que no cesa aquí adentro.

yosoy

Yo soy el defecante,
el fatalista impertinente,
reprobado.

 

Cómico sin gracia de mono,
mono sin gracia de malabarista.

 

Yo soy el que esconde los conejos en el sombrero,
el que rebienta las vejigas de la fiesta,
el que se queda sentado en las gradas.

 

Yo soy el interminable
el recurrente insoportable,
el cafeíno sulfúrico, desplomado,
el metálico rechinante,
el hemorrágico nasal constante,
el celoso empedernido
el mero envidioso mordido
el mórbido escandaloso,
el intangible pretencioso,
el que todos piensan y nadie recuerda.

 

El tanmentiroso, el vostumadre,
el matancero y comecaca,
impertinente entre casaca y casaca
bullanguero, calladito,
remolino de flores y moscas,
ojiva nuclear, cuetes de las doce.

 

Yo soy el estallador
el bombardero submarino
la tarjeta musical y el año nuevo.

 

Yo soy la mera bolsa y el pura lata,
el cartón de huevos, y la patada,
la intención, el requerimiento,
el meloguardotodonolodigo,
el meparecetontoqueteemocionetantotodo,
el comedrogadejameenpazquemeimporta
el sinotegustaprefieroquenomedigasnirosca,
el aquiseacabaesto, el mejormehagosho,
el digoloquepiensoperonopiensoloquedigo;
yo soy el todosmecaenmalcomancaca
y el meimportapocoquepiensenqueyanosoyelmismo.

 

Yo soy el cambiado, nunca el cambio.

 

Yo soy el descomunal horror ortográfico de sus vidas.

 

Yo soy el que insulta y no agradece,
el que te mira y te apuñala
el pendejo ese que se cree especial.

 

Yo, soy yo, el que no exagera,
el tornillo espacial colérico, rabioso,
la mosca danzando sobre el pan con mantequilla.

Perder

Aquel: vos, pero no perdiste mucho...
Yo: vaya vos... lo que pasa es que vos no sabés lo que es perder...
Aquel: mano, la semana pasada por mula perdí dos mil pesos...
Yo: el dinero no importa tanto, tarde o temprano volvés a hacer algo de pisto...
Aquel: ¿y vos qué perdiste, pues?
Yo: la inocencia...

Duermo en calzoncillo

Al final de cuentas, la tranquilidad mental,
o sea, la conciencia tranquila, no radica
en lo que hacemos, sino en cómo nos sentimos
cuando hacemos eso que hacemos
(o dejamos de hacer).


Llevo dos meses sin fumar, creo. Entro a este cuarto por momentos tan lleno y por ratos tan vacío. Tan inerte, tan incompleto; hay tan poco de mí entre estas cuatro paredes. Sin embargo, aunque me cuesta aceptarlo, hay mucho acá de todo eso que por tanto tiempo me he creído, de todo eso que según yo, soy yo.

Entro y esta vez no traigo un bolsón colgando de la espalda. No enciendo la luz, calculo que no será necesario. Camino. Me zafo el primer zapato y pongo el pie en el piso y al instante siento cómo el piso absorbe algo de mí. Lo sé, este cuarto me chupa la vida al primer contacto.

Me quito el segundo zapato y camino para sentarme en la cama. Ahora parezco un zombie: la mirada perdida, completamente callado, apenas me muevo, apenas parpadeo, apenas respiro.

Por un rato contemplo el vacío sólo para serciorarme que este espacio está así, completamente vacío. Me levanto, me saco la camisa del pantalón y me empiezo a desabrochar el cincho para poder librarme del pantalón. Recojo el pantalón triste y moribundo del suelo. Lo doblo. "Este me lo pongo pasado mañana", pienso.

Encima nada más que un suéter, sobre la camisa de vestir gris de manga larga. La corbata aún sigue en su intento por estrangularme. El calzoncillo blanco, McGregor (es cosa de hombres) brilla en la oscuridad, mientras todo lo demás son puras siluetas en medio de la nada oscura que es la noche.

Me acuesto. Miro el techo, deformo el techo, parto el techo, quemo el techo, derrito el techo, hago pica pica el techo. Suelto un pedo. Sonrío. Se me va media hora y yo, con los brazos bien abiertos, con las piernas peladas, en calzoncillo al aire y con la corbata aún puesta, en mi tarea horizontal de contemplar el cielo a través del techo. La luna, quiero pensar, hace lo mismo, tratando de verme a mí.

Me muevo de vez en cuando. Quiero creer que aún estoy vivo. Quiero creer que aún puedo moverme. Dios obra en formas misteriosas; yo simplemente duermo en calzoncillo.

Mínimo

mínimo.
tan mínimo como la mosca terca que se instala en mi cuarto
para ver televisión desde mi rodilla.

así me siento: mínimo.

tan mínimo que escribo en minúsculas,
y a pesar de lo que yo mismo pudiera creer,
no me importa.