Carlitos ve la luz tintineante de la candela, bailando al son de la música que entona el viento, delirante, como una cosita sin forma y borracha, como un espejismo de la noche de anoche, la noche en que todo pasó. Es aún de día, pero las velas se han venido encendiendo, más para dar calor que para alumbrar algo.
Son las 3 de la tarde y como casi todos los días, llega la desesperanza contoneándose con el rumor de la lluvia de afuera del edificio, lluvia perenne, producto de algún mal climático que va dejando sus efectos sobre el planeta, “… pero esa es una tragedia que no podemos evitar, porque no importa cuánto trate, y he tratado, pero las cosas cambian muy poco o rotundamente, pero para mal… lo mejor es ahogar las penas en guaro, bailar pegado con una de esos culitos que llevan aquellos y trasnochar con ellas lo suficiente para no darme cuenta cuando todo esto se vaya mucho a la mierda. Aquí nadie se va a salvar y no hay nadie que pueda ni quiera salvarnos…”. Manuel ve su reloj: no hay salida.
Son las tres y cinco, María carga la canasta llena de trastes sucios producto del almuerzo de los 30 ejecutivos acomodados y prácticamente inútiles hasta para levantar su basura post-tiempo-de-comida. Abre la llave y en el instante siente que mil agujas se incrustan en sus manos: el agua está helada.
Son las tres y diez, el tiempo avanza despacio, Carlitos sigue viendo la vela… la llama danzante, la llama errante, quemándose viva. Tres y cuarto.
Manuel ansía las cinco, las cinco en punto, la hora en que se derrumban las paredes ante la estampida de la gente que sale da las oficinas, sus cuates principalmente. Cinco en punto: marcaje de salida y luego, mesa servida, cubetazo consumido, panzas llenas, hinchadas, meadera loca.
María echa el agua en la percoladora, las 10 cucharadas de café, enciende la máquina y casi al instante empieza el sonido del vapor rabioso. Sirve las 5 tazas de café para los gerentes, saca 10 galletitas de la caja en la alacena. Cierra los ojos. Suspira, se agacha para recoger la bandeja. Coloca las 5 tazas y sus dos galletitas por taza sobre “porcelanas” baratas, todas las tacitas toman su lugar en la bandeja. Sale de la cocina. Regresa: olvidó el tarrito de azúcar.
María es la mamá de Carlitos. Carlitos tiene 16 años y mientras su mamá trabaja, él regresa del colegio a su humilde y pobretona casa o “imagen decadente de fierros, pedazos de madera y lámina”, lo que sea más fácil de imaginar. Regresa y se sienta a hacer sus tareas y a esperar. Carlitos tiene miedo siempre, no tiene amigos visibles, trata de ser correcto. Anoche no le funcionó. Carlitos dejó embarazada a la Martita, su novia del colegio que creyó que la imagen sumisa de Carlitos, su imagen de rechazado social, su planta de perfecto idiota era linda.
Carlitos aún no trabaja, aún no tiene nombre, es como si Carlitos fuera un calificativo más bien, para recordarle que aún es un niño. Carlitos es otro de esos idiotas que abundan por estos rumbos, producto de papás que reviven su historia de pubertos embarazados, de adolescentes casados y divorciados al poco tiempo; otro de esos a los que no les contaron, que no sabe, que no entiende sobre las implicaciones del sexo, lo único que sabe es que se dio una revolcada de pronóstico en el monte ayer en la noche, que hizo gemir y llorar a la Martita que dentro de un mes estará dándole la noticia, que dentro de mes y una semana estará en alguna clínica de algún autodenominado doctor, señor maniático y obsesivo sexual, que le arrancará un trozo de alma del vientre para tirarlo a la basura. Martita no tiene trabajo ni dinero tampoco, su tío, el Machete, marero de profesión, sí. Y mientras todo se desarrolla en el vientre de Martita, el embarazo y la posterior infección, María, la mamá de Carlitos, se revolcará unas cinco veces por semana con el tal Manuel, a escondidas, en el baño, después de las cinco.
Pero, en lo que las náuseas, la falta de menstruación evidente y los antojos llegan, Martita caminará como siempre hasta su casa, bajando la lomita detrás de su escuela, donde verá como siempre en una esquina a su tío el Machete, recibiendo un par de pagos de algún extorsionador comemierda que asesinó a un camionetero en la zona 6, mientras todos ansiábamos salir corriendo de la oficina, antes que la lluvia inundara la ciudad por completo. La llamita seguirá bailando su danza satánica, acompañando a Carlitos, que todavía se encerrará tras láminas y paredes hechas de anuncios de cantinas, a hacer su tarea, a seguir siendo correcto y su mamá, María, llevará la respectiva tacita de café a Manuel que le observará el trasero mientras habla con alguien sobre a dónde irán a emborracharse esta noche.
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