Juan Pérez sonrió todo el momento que duró la caída. Sonreía con los ojos bien apretados mientras caía de aquel puente elevado sobre un sin fin de rocas partidas por un mínimo río que corría lentamente mientras se perdía en la oscuridad del barranco que le sucedía. Mientras tanto una mirada atónita observaba con un grito fusilado en el interior, aquella escena escalofriante.
Ella le había ido a buscar a su casa unos minutos antes. Ella, la que presenciaba el salto y la caída y el resquebraje de huesos y desintegración de materia y pulverización de existencia, en ese preciso momento regresaba desairada y con un amargo sentimiento a derrota, luego de no encontrarle en su casa. Volteó reaccionando al ver de repente una sombra haciéndose lentamente pequeña bajo el puente. Era él, era Juan. Juan Pérez.
Creía ver una visión, engañada por su mente. Creía que estaba soñando, pero difícilmente podía pegarse un pellizco porque todo su cuerpo se había petrificado, horrorizado por tan triste e inesperado suceso. Poco a poco el temblor nervioso empezó a hacer convulsionar el cuerpo de Renata y con el temblor, aquel grito que se había trabado en su garganta reinició su trayecto hacia las cuerdas vocales con miras a salir disparado para hacer vibrar a las partículas de aire en su trayecto y expulsar un lamento que se extendería a un par de kilómetros a la redonda perdiéndose luego en lo sombrío de la madrugada.
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